Hace un tiempo me convocaron para que eligiera y describiera mi juguete preferido. De cuando era chico, claro. Y elegí, acaso pobremente, las figuritas. Las figuritas de cartón con las caritas de los jugadores de los equipos de fútbol de Primera, se entiende. Yo fui pibe y llené o traté de llenar álbumes en los años cincuenta, hace mucho. Y nada me apasionó tanto, me ilusionó, me sacó, me perdió más que esos cartoncitos. Es que por las figuritas conocí la ocasional felicidad pero también el descontrol, la ansiedad y el vértigo. Inauguré sentimientos inusitados: la impotencia, la envidia y el deseo irrefrenable de posesión que me llevaron al delito –el pecado, entonces– por primera y no promisoria vez. Las figuritas eran la pasión en estado puro.
El uso y disfrute de las figuritas no se puede comparar con el de otros juguetes de uso puntual y sostenido en las largas jornadas al aire libre de entonces: la pelota –de trapo, la Pulpo de goma o la excepcional de cuero, número tres– con la que rompíamos zapatos Gomicuer o zapatillas Pampero y Llavetex; los revólveres tipo Colt, de ineficaz cebita, para jugar a “los combóys” y disparar verbalmente o apuntar diciendo “camón” como en las películas de Randolph Scott; o los berretísimos autitos de plástico tipo TC “para preparar”, rellenándolos de masilla y con gomitas que oficiaban de amortiguadores y con los que corríamos grandes premios (éramos Gálvez, Ciani, Logulo, Navone, Menditeguy) por el cordón de la vereda, sin las ruedas delanteras, sustituidas por una cucharita deslizadora....
Las figuritas eran otra cosa. Había extrañamente –como en el caso de la bolita– un “tiempo de las figuritas”, en que aparecían repentinamente en el kiosco y en nuestras vidas primarias y nos enfermaban supongo que durante un par de meses o algo más. Se compraban en paquetitos que traían –creo recordar– cinco diferentes. Nuestros padres ya las habían coleccionado en su momento, hasta los años treinta más o menos, cuando salían con los chocolatines Aguila u otros. Pero en aquellos años cincuenta ya eran un objeto en sí, una mercancía autónoma con marca. La primera que recuerdo es Starosta. Tanto es así que al principio –al menos en el léxico de mi vieja, que era la que las financiaba– “estarostas” (sic) era sinónimo de “figuritas”. Como la Gillette (“yilé”) lo era de hojita de afeitar o la Gomina de fijador de pelo.
Las figuritas de entonces eran redondas, de cartón duro, y el álbum que debíamos llenar para poder canjearlo por una pelota número cinco era, por lo general, apaisado, con un equipo por página, empezando por los más populares. Y había más de once por equipo: titulares y algunos (pocos) suplentes. Las pegábamos con engrudo –harina y agua– y con el correr de las semanas el álbum engrosaba, ciertos desbordes o enchastres provocaban pegatinas indeseables.
Comprábamos figuritas y nos las jugábamos en la vereda, en casa y en los recreos de la escuela –había varios juegos: al puchero, a arrimar, al espejito– pero siempre apostando con las repetidas, porque no era sólo cuestión de tener muchas, como con las bolitas, sino un modo de ir completando la colección. Por eso, sobre todo las canjeábamos. Entre amigos o encarando a desconocidos al pie del kiosco: “¿Tenés figu? Te cambio”. Y uno las iba pasando mientras el otro decía, como en una letanía: “La tengo, la tengo, la tengo”, hasta que de pronto interrumpía: “Esa no”. Y ahí cambiábamos. Mano a mano o varias o muchas por una “difícil”. Lo interesante es que había un valor de cambio que nada tenía que ver con la importancia y popularidad de los jugadores. Labruna o Musimessi o Grillo podían ser “comunes” pero al cuatro de Tigre no lo tenía nadie. Era “la que me falta”; y por lo general, cuando terminaba misteriosamente el tiempo de las figuritas, nos quedábamos con ese vacío en el álbum y en el corazón.
Recuerdo haber llenado el álbum una sola vez. Fue en Mar del Plata, hacia 1956, supongo: a los once años canjeé mi álbum lleno por la ahuevada pelota sin marca reconocible pero “superball” (ya se inflaba con pico) eternamente amenazada –y finalmente ajusticiada– por los ominosos colectivos que subían y bajaban por Luro e Independencia.
En la carrera por completar el álbum el poder adquisitivo era fundamental y había quiénes –garcas privilegiados– se compraban o les regalaban “una caja” –“traen muchas repetidas” nos consolábamos como “la zorra” mientras la mayoría aspirábamos a rajuñar las monedas de los vueltos para comprar un paquetito como premio por un “mandado”. Pero a veces, sobre todo de muy chicos, la pasión y el deseo nos cegaban. No estábamos preparados para asumir las crudas reglas de la desigualdad económica–.
Así, recuerdo que la única literal paliza que me dio mi viejo antes de los diez años (y es inolvidable porque fue la primera de dos puntuales) fue por afanar plata para comprar figuritas. Tendría siete años, vivíamos en Lobería y no era una buena época en mi casa. Estábamos todos alterados. Me acuerdo todavía hoy. Debe haber sido en el ’53, porque jugaban Colman y Otero de “backs” en Boca.
A fines de los años setenta, ya con más de treinta, volví a comprar y coleccionar figuritas con mis hijos chicos. Me entusiasmaba yo tanto como ellos. Ahora solían llamarse “figus” o “cromos”, eran autoadhesivas, a veces de origen español y abarcaban rubros más amplios e internacionales. Estaban mejor impresas que aquellas berretadas fuera de registro de mi infancia.
Pero no me van a comparar.
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-130894-2009-08-31.html
Saludos cordiales,
Marcos Muñoz
Lic. en Comunicación Social
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