Por Diego Pérez *
Desde Puerto Madryn
Los virus no hablan. Las personas, las comunidades, les damos sentido a los acontecimientos y a las cosas. También a las enfermedades que sufrimos, y con esto también nos nombramos. La expansión del virus California A (H1N1) tuvo mutaciones inesperadas, pero no de su soporte biológico, sino social: fiebre mexicana, fiebre porcina y finalmente la última y extendida denominación A (H1N1) para el gran público. Convengamos que lo que ha estado mutando no ha sido solamente el nombre de un virus; con la expansión de un organismo biológico se ha ido extendiendo también (en una nueva oleada) una episteme, una mirada sobre la salud, la enfermedad, sobre las personas y las sociedades humanas.
Esta forma de ver y organizar el planeta tiene todos los ingredientes de una lucha del bien contra el mal. Cuenta con un escenario global y actores debidamente identificados. Tiene la capacidad de conmovernos y motivarnos a cambiar nuestras conductas y actuar con el “vestuario” adecuado: cada uno con su barbijo. Este escenario es, sin duda, el que construye la aldea global de acuerdo con una mirada que va más allá de las naciones y de las fronteras (exactamente como el virus). Es un escenario de una civilización transnacional y de un gobierno mundial.
El montaje no es una ficción o producto de conspiraciones; es la forma de ser de “construir mundo” de este orden hegemónico. Un orden que tiene a su disposición herramientas tecnológicas globales como Google, que a través del Google Earth ha puesto al servicio de esta mirada omnipresente de la salud el Health Map, o mapa de la salud. Que tiene un relato global, darwiniano y fascinante como Discovery Channel o la avasallante industria cinematográfica que anticipa en la ficción estas contiendas masivas y globales.
Un orden transnacional que planifica la batalla contra el mal desde una Organización Mundial de la Salud (y sus sucedáneos locales y regionales) y sociedades que asumen acríticamente las recomendaciones de este organismo, que cual “estado mayor” ordena las fases de este combate en cada rincón del globo. Ese mismo estado mayor que negocia con las veinte grandes empresas farmacéuticas la fabricación de una vacuna y que les pide encarecidamente a los laboratorios que no les cobren el medicamento a “los países pobres”. El mismo organismo que se muestra sorprendido porque el laboratorio Novartis dice que no va a entregar ninguna vacuna gratis y que si quieren salud hay que pagarla.
Decenas de profesionales se han manifestado en estos días por la supuesta información deficiente a la población acerca del virus de la gripe A (H1N1), y no es casual. La información está ordenada en base a criterios que no son adecuados a cada nación, a cada pueblo, a cada comunidad. Están empleando un supuesto lenguaje universal de la ciencia que en realidad es el lenguaje universal de las corporaciones y los gobiernos de los países centrales.
¿Cómo se puede comprender si no la “supuesta torpeza” de lanzar a un mundo que registra un movimiento de 58 millones de personas que se trasladan mensualmente de un continente a otro por razones de esparcimiento o laborales, a un sistema de comunicación hiperconectado con miles de millones de celulares, redes informáticas y de televisión, la idea de que ha aparecido un virus que desconocemos, mutante y para el cual no hay cura?
Es un efecto esperable entonces que las personas se agredan, se marginen, aumenten la ya extendida paranoia urbana, la xenofobia, y se sientan desesperadas, mientan a los sistemas de salud para atenderse primero, corran a comprar medicamentos que no saben usar, se automediquen y se aíslen.
¿Es que alguna persona, funcionario o responsable de salud se ha puesto a pensar acerca de los términos que se están utilizando para hablarles a los ciudadanos, a las familias, a través los medios de comunicación? ¿Estos funcionarios creen que es efectivo y mejora el cuidado de la salud contar los muertos mundiales (y locales) y los enfermos como si esto fuera una batalla entre el bien y el mal? Cuántos muertos son pocos (o muchos), ¿es una respuesta que necesitan las personas para cuidarse mejor? ¿Han medido el impacto social de sus palabras en cada comunidad o han adoptado el criterio de implantar este discurso en cada comunidad como forma de considerarlos oportunamente permeables a un cambio de sus actitudes como consumidores? ¿Están trabajando –tal vez sin quererlo– en crear clientes de salud?
Evidentemente no ha sido sólo improvisación y desconocimiento, sino también falta de una mirada más profunda de las autoridades sanitarias acerca de los procesos de salud y enfermedad de las comunidades, la que nos ha llevado a esta forma de “vivir en peligro”. También –y esto es decisivo– la adopción de formas de comunicar está ligada a programas de organismos internacionales que financian las campañas de salud e imponen, con medidas aparentemente “administrativas”, formas de actuar que llevan implícitas estas formas de comunicar. Estas formas van cambiando paulatinamente también los criterios más ligados a la medicina social por los “nuevos” de la medicina de mercado. Así nosotros, los ciudadanos, actores, terminamos adoptando “el vestuario” adecuado para este escenario: los insalubres tapabocas.
* Periodista. Maestrando Plangesco, UNLP/Unpsjb.
http://www.pagina12.com.ar/diario/laventana/26-127524-2009-07-01.html
Saludos cordiales,
Marcos Muñoz
Lic. en Comunicación Social
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