Por José Natanson
Opinión
Desde hace dos a o tres décadas, lo que antes se conocía como “América latina”, el inmenso y diverso territorio ubicado al sur del río Bravo, se ha ido dividiendo. México, Centroamérica y el Caribe se encuentran ya irremediablemente atados a Estados Unidos, tal como demuestran algunos ejemplos sencillos: un tercio de la población de El Salvador (3,1 millones) vive en Estados Unidos; el 80 por ciento de las exportaciones mexicanas se dirige a ese país y el 67 por ciento de la inversión extranjera proviene de allí; Nicaragua, pese al gobierno sandinista, la sociedad con Hugo Chávez y el ingreso al ALBA, no se ha salido del Tratado de Libre Comercio firmado con Washington, por la sencilla razón de que implicaría la bancarrota inmediata.
En suma, todos estos países se encuentran vinculados con la megapotencia en términos comerciales y económicos, políticos y migracionales, de seguridad (todos forman parte del segundo perímetro de defensa estadounidense), y también, por supuesto, culturales, realidad fácilmente comprobable en algunos anglicismos obvios (en el Caribe y Centroamérica se les dice “carro” a los autos) y en la reacción en espejo generada en Estados Unidos, cuyo último ejemplo es la ley anti-inmigrantes sancionada en Arizona pero cuya manifestación intelectual más importante es el libro filoxenófobo de Samuel Huntington, Quiénes somos.
Nada de esto sucede en América del Sur. Un solo país, Ecuador, opera con el dólar como moneda, uno solo. Venezuela tiene una fuerte dependencia comercial con Estados Unidos (el hecho de que ambos cuenten con gobiernos bolivarianos le añade interesantes matices al asunto). Y solo uno, Colombia, cuenta con bases norteamericanas en su territorio. Con estas salvedades, América del Sur se afirma como una región diferente, una región que, sobre todo desde que Estados Unidos reorientó su energía bélica a Medio Oriente, luce cada vez más autónoma.
Autónoma e interconectada. El intercambio comercial entre los países sudamericanos es cada vez más intenso: Brasil, por ejemplo, es el principal socio comercial de Argentina, Colombia lo es de Venezuela y Ecuador de Colombia. Las inversiones internas también aumentan, tal como demuestra la penetración de las multinacionales brasileñas en varios países de la región (el hecho de que la cerveza-emblema argentina, Quilmes, hoy sea propiedad de la Brahma es sintomático). Y esto se refleja a su vez en las lógicas del transporte y la infraestructura: quizá la mejor ilustración de ello sea la construcción del segundo puente sobre el río Orinoco, en Venezuela, de 156 metros de longitud, cuatro canales vehiculares y una vía férrea, a un costo de 1220 millones de dólares, financiado por el gobierno de Lula a través del Bndes, con el objetivo de abaratar los costos de flete para los productos brasileros que se exportan a los mercados del Atlántico. Por último, la interconexión energética también aumenta, y crea lazos de dependencia mutua: Brasil se abastece de gas en Bolivia, Argentina le compra fuel oil a Venezuela, Chile adquiere gas a la Argentina, Brasil le compra energía eléctrica a Paraguay y Venezuela –aunque usted no lo crea– importa gas desde Colombia.
Todo esto define una región más densa, donde los países que la conforman dependen cada vez más el uno del otro, a lo que se suma el dato, a menudo soslayado, de que América del Sur se afirma como un espacio de paz, de hecho uno de los pocos que hoy existen en el planeta (el conflicto colombiano, la única excepción, no es una guerra entre Estados sino una “guerra civil de baja intensidad” que, desideologización de la guerrilla mediante, asume, cada vez más, la forma de una clásica lucha contra el crimen organizado). Por todos estos motivos, América del Sur conforma lo que Félix Peña define como un “subsistema regional diferenciado” (“La gobernabilidad del espacio geográfico regional Sudamericano”, UNAM). Un espacio que, como las mujeres que realmente valen la pena, tiene su propia personalidad, su carácter.
Por eso, la Unasur no es una creación artificial sino un proyecto institucional que parte de una realidad geopolítica concreta. Dicho esto, conviene poner las cosas en su lugar y aclarar que el gran protagonista de todo el asunto no es ni Argentina ni Venezuela sino Brasil. Desde que en el 2000 Fernando Henrique Cardoso convocó a la primera cumbre de presidentes sudamericanos en Brasilia con el proyecto de crear una Comunidad de Naciones Sudamericanas, Brasil ha desarrollado una intensa política regional, que incluye una avanzada de comercio e inversiones y un esfuerzo estabilizador de crisis políticas (esfuerzo que, contra lo que sostienen algunos lulistas, no fue un invento del actual gobierno brasileño, tal como demuestra el activo rol desempeñado por Itamaraty en la guerra entre Ecuador y Perú de 1995 y en el intento de golpe en Paraguay de 1996, aunque es cierto que Lula actuó con más fuerza y rapidez, enviando siempre a su bombero regional, el asesor Marco Aurelio García, a apagar los fuegos de Venezuela, Bolivia y Ecuador-Colombia).
Pero, ¿por qué Brasil se ha lanzado a la tarea de institucionalizar el espacio sudamericano mediante la creación de la Unasur? ¿Por qué no se afirma nacionalmente en lugar de proyectarse en la región? Como sucede siempre, la explicación hay que buscarla en el interés antes que en el amor. Con el 47 por ciento de la superficie de Sudamérica, límites con 10 de los 12 países de la región y un PBI que equivale a cuatro veces el de Argentina, cinco veces el de Venezuela y 80 veces el de Bolivia, Brasil es consciente de que su prosperidad económica depende de la de sus vecinos. Hoy Brasil tiene superávit comercial con todos los países sudamericanos salvo Bolivia, y sus empresas constituyen la principal fuente de inversiones en unos cuantos, incluyendo Argentina. Y como no sólo de dinero vive el hombre, su estabilidad política también depende en buena medida de la de su entorno, ya que un conflicto en Bolivia o un intento de golpe en Venezuela pueden complicar sus planes de largo plazo.
Como señala Mónica Hirst (“Los desafíos de la política sudamericana de Brasil”), la afirmación de una plataforma regional es clave para la proyección internacional del país, que incluye desde su participación en el G-20 a su política hacia Africa, de su aspiración a una banca permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU a su alianza con Rusia y China. El salto de Brasil a las grandes ligas mundiales exige su previa consolidación como referente regional, lo que explica que haya decidido crear una institución sudamericana que le permita excluir al otro gigante latinoamericano (México) e imponer una sana, aunque cautelosa, distancia respecto de Estados Unidos.
La cuestión ahora es el contenido concreto de esta flamante iniciativa. Hasta ahora, la Unasur se define como una serie de cumbres periódicas entre jefes de Estado con uno o dos resultados importantes. En primer lugar, la “reacción rápida” ante situaciones de crisis, como la que vivió Bolivia en el 2009. Otro subproducto de la Unasur es el Consejo de Defensa Sudamericano, un foro orientado a prevenir conflictos más que una iniciativa de protección militar frente a agresiones extranjeras estilo OTAN, aunque detrás de este proyecto se esconde, también, el objetivo brasileño de desarrollar su industria armamentista y convertirse en el gran abastecedor de armas de la región. Desde el punto de vista de la integración económica, la Unasur no es –ni se plantea por ahora ser– un bloque comercial, ni siquiera una unión aduanera, como sí son, aunque imperfectamente, el Mercosur y la Comunidad Andina. Por último, algunas iniciativas paralelas, como el Banco del Sur, podrían desarrollarse en este marco, aunque se trate de proyectos de alcances diferenciados (no todos los países que integran la Unasur forman parte del Banco del Sur).
En suma, la Unasur aparece más como un espacio de encuentro entre presidentes y un paraguas flexible dentro del cual ubicar iniciativas diversas que como una entidad con objetivos claros. Entre sus desafíos, quizás el primero sea compatibilizarse con los otros procesos de integración, de los cuales la región tienen una sobreabundancia sospechosa (Mercosur, Comunidad Andina, ALBA) y con los organismos latinoamericanos (Grupo de Río) y hemisféricos (OEA, BID) ya existentes. En este marco, la clave pasa por dotar a la Unasur de una institucionalidad ágil y efectiva que refleje su peso político. El hecho de que el Tratado Constitutivo no haya sido suscripto aún por los parlamentos de los países que la integran revela las dificultades para avanzar en esta tarea. Y revela también, de modo más profundo, lo que quizá sea el gran escollo de la Unasur: la clásica renuencia de los países a ceder soberanía a algún tipo de institucionalidad supranacional que asuma algunas de las funciones hoy reservadas a los Estados nacionales, aunque ésta sea la única forma conocida de construir procesos de integración.
¿Podrá Néstor Kirchner, flamante secretario general del bloque, avanzar en esta tarea? En sus años de gobierno, Kirchner no se ha caracterizado precisamente por su voluntad de ceder poder ni por su apego a la construcción institucional. Pero también ha demostrado que no es un hombre al que le guste sentarse a ver pasar la vida, como las señoras mayores en los zaguanes de los barrios. Es difícil imaginárselo comiendo canapés en intrascedentes ágapes diplomáticos. ¿Qué resultados concretos podrá mostrar en seis meses, como propuso Martín Granovsky en Página/12? En su entorno afirman que su prioridad será el Banco del Sur, un proyecto interesante pero difícil de concretar. Como el cargo de secretario general de la Unasur es básicamente el de un articulador, pues carece de las herramientas de negociación y presión propias de los gobiernos, Kirchner seguramente necesitará de una buena dosis de persuasión y paciencia para lograr sus objetivos.
http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-145391-2010-05-09.html
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