miércoles, 24 de marzo de 2010

Cómo contarle a un tribunal qué es la ausencia


Camilo Juárez, Carlos Pisoni y Verónica Castelli son hijos de víctimas de la dictadura que ofrecieron su testimonio en juicios a los represores. Entienden que ellos como nadie pueden contar qué es la desaparición de una persona y la presencia que hoy tienen sus padres en sus vidas.

Por Victoria Ginzberg

Camilo Juárez abrió la puerta del noveno piso del edificio de Brasil y Defensa. Tenía siete años y se encontró con una fila de hombres armados y vestidos de verde. Atinó a cerrar antes de que pudieran entrar. “Esperen un momento, estoy en calzoncillos”, les dijo. Venían a buscar a su tía. Y se la llevaron. Ya había desaparecido su papá. Su mamá estaba en Devoto, donde poco después murió. Camilo y sus dos hermanos vivieron con sus abuelos hasta que ellos, con el tiempo, también se fueron. Camilo y sus hermanos hicieron lo que pudieron: crecieron, estudiaron, militaron. Hoy Camilo tiene 41 años, es músico y espera su turno para sentarse delante de tres jueces y contarles qué es la ausencia.

Los hijos de desaparecidos rondan la treintena y casi no tienen recuerdos del Juicio a las Juntas. La mayoría, de hecho, tampoco tiene recuerdos muy vívidos de sus padres o del momento en que fueron secuestrados. Pero algunos han decidido ser querellantes y dar su testimonio en tribunales. No se trata sólo de una cuestión simbólica. Ellos, como nadie, pueden contar cómo el delito emblema del terrorismo de Estado, la desaparición, se extendió en el tiempo y aún ahora se sigue cometiendo. Muchos participaron o participan de la agrupación HIJOS (Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio) y sienten que cierran un círculo que empezaron a dibujar desde la calle cuando a través de los escraches impulsaban la condena social para quienes gozaban de impunidad institucional.

“Se habla mucho del pasado, se dice que esto es el pasado. Para mí el pasado es el presente, yo hoy no tengo dónde ir a llevarle flores a mi viejo. Eso es ahora, no es algo que ya pasó. Más allá de que uno pueda tener más o menos elaborado el dolor. Yo no quiero elaborar nada”, dice Camilo, que querella en el juicio sobre los crímenes cometidos en la ESMA. Lo que quiere Camilo es contarle al tribunal quién era su papá, Enrique Juárez, cineasta y dirigente nacional de la Juventud Trabajadora Peronista y cómo cuando se lo llevaron se juntó un montón de gente del barrio en la casa de Florida porque su viejo “era un tipo querido”. Y después la falta. La sensación de ser un poco todos los días el chico que espera que su papá vuelva para hacer el asado con el carbón que tenía en el baúl el día que no pudo escapar de una cita podrida y terminó en la ESMA.

Cara a cara

“Me hubiera gustado que mi viejo me enseñara a hacer un asado. O que me llevara a la cancha”, dijo Carlos Pisoni ante los jueces que juzgan a los represores de los centros clandestinos Atlético, Banco y Olimpo (ABO). Declaró en diciembre por la desaparición de sus padres, Irene Bellocchio y Rolando Pisoni, y aprovechó para, entre otras cosas, contestarle a la abogada defensora que en todas las audiencias se preocupa por saber quiénes cobraron la reparación económica.

“En el momento en que se otorgó ese beneficio, en pleno menemismo, se vivía una época de impunidad total y fue un reconocimiento del Estado de haber cometido terrorismo de Estado. Pero el daño es irreparable”, fue parte de la explicación en la que se explayó hasta que la jueza le pidió que se remitiera a los hechos. “Los días previos a mi testimonio traté de recabar las vivencias y lo que querían decir otros que no declaraban porque sus casos no entran en los juicios o porque no se animaban. Traté de hacer un testimonio colectivo, en lo que podía ser colectivo. Por ejemplo, en el reclamo final.” Antes de terminar, Carlos les habló a los represores que estaban en la sala: “Mírenme a la cara y díganme dónde están los cuerpos”. “Yo reclamé los cuerpos de todos, no el de mi mamá y de mi papá, y además recalqué el reclamo por la vida, porque hay cuatrocientos pibes y pibas que tienen 32, 33, 34 años y no sabemos dónde están. Y están vivos.”

El los miró. Ellos lo miraron. Samuel Miara, Eduardo Emilio Kalinec, Luis Juan Donocik. Pudieron haber torturado a sus padres con sus manos. O decidido sobre sus vidas. “No es odio lo que siento. Verlos ahí me produce felicidad. Después de tanto tiempo... Que lleguen esposados y se vayan a Marcos Paz”, asegura.

Mientras espera que en algún momento lo llamen a declarar, Camilo va a tantas audiencias de tantos juicios como puede: “Físicamente terminás agotado después de escuchar a los testigos. Hay días que parece que hubiera estado cargando bolsas en el puerto. Ellos ni se inmutan. Los ves a estos tipos plantados ahí, sin emoción. Siguen siendo tan cínicos como siempre. Cuando lo vi a (Alfredo) Astiz pensé: ‘¿Qué hace esa señora gorda entre todos los marinos?’ Pero no, era Astiz, con su peluquita, su pulóver y su jean. Lo que se notó es que les jodió que les tomen fotos, que se hagan visibles sus caras en los medios. Y lo que me gusta a mí es verlos llegar esposados. Hay muchos prófugos también. En ESMA son un montón. No están todos. Pero es algo. Te hace sentir mejor, no bien del todo, pero mejor”.

Hablar o no hablar

Verónica Castelli habla en las escalinatas de Comodoro Py mientras espera que empiece la audiencia en la que el represor Adolfo Donda dirá que cumplió órdenes sagradas cuando torturó y asesinó en la ESMA. Ella es querellante en el juicio en el que se juzgan los crímenes cometidos en el centro clandestino El Vesubio, donde fueron vistos su papá, Roberto Castelli, y su mamá, María Teresa Trotta, que estaba embarazada de seis meses en el momento de su secuestro.

“Esperamos muchos años para que la Justicia nos escuche. Más que esperamos, peleamos. Si bien sé que la prueba concreta la van a dar los ex detenidos, y los ex detenidos del Vesubio han trabajado durante todos estos años sobre la memoria, para mí es importante transmitirle al tribunal las consecuencias sobre mi vida y la de mis compañeros que tuvieron los actos que estas personas cometieron. Ellos no son culpables solamente de lo que hicieron con mis padres, sino también de la vida que me dejaron, de lo que le pasó a mi hermana (fue apropiada y recuperó su identidad hace un año y medio). Son las consecuencias personales, más allá de las consecuencias económicas, políticas y culturales que tuvo para la sociedad toda. Lo que me hicieron no me lo hicieron un día”, cuenta.

Verónica tenía dos años cuando presenció el secuestro de su padre. Pero el recuerdo se borró y dio paso a la mentira que le contó su tío, hermano de su padre y comisario de la Policía Federal: “Me dijeron que mis papás se habían ido de viaje y que iban a volver cuando yo cumpliera quince años. En segundo grado mi compañera de banco me dijo que no podía ser tan tonta de pensar que unos papás se iban a ir de viaje tanto tiempo, que era evidente que estaban muertos. Pero es difícil también entender la muerte cuando no están. Carlos Pisoni y Paula Maroni, que declararon en ABO, contaron que, como sus abuelas participaban de Madres de Plaza de Mayo, siguieron sufriendo la persecución durante muchos años, no sólo en dictadura. Yo, ante el secuestro de mis padres, quedé en una situación de desamparo que fue responsabilidad del Estado. Y me gustaría poder transmitir lo que es haber sufrido durante años la prohibición de hablar de mis padres, que es lo mismo que que te prohíban hablar sobre vos. Creo que hasta el día de hoy trato de elaborar las consecuencias. Yo me fui de esa casa para poder buscar a mi hermana”.

El encuentro cara a cara con algunos de los represores que, encabezados por Pedro Alberto Durand Sáenz, revistaban en El Vesubio ya lo pasó. “Cuando empezaron los otros juicios yo los veía y me producía una indignación muy profunda. Verlos sonriendo, como si no tuvieran conciencia de lo que son. Cuando vi entrar a quienes me lo hicieron a mí, me produjo como una decepción. No sé si esperaba que entrara el hombre lobo o qué, pero me pareció que eran nada... Pensé: ¿esta nada me pudo haber hecho tanto mal? Me produjo una sensación de vacío. No sé qué esperaba ver, porque son personas, personas que eligieron ser lo que son y hacer lo que hicieron, pero no sentí odio, ni siquiera desprecio. No sentí nada”, cuenta. Y la nada la hace llorar.

Hay consenso en la necesidad de hacer hincapié en una cosa: es un momento histórico con muy poca visibilidad. Los criminales más atroces de la Argentina moderna están en el banquillo pero no muchos se enteran. Los procesos pasan inadvertidos en la agenda de la mayor parte de los medios. “Parece que no se ve que se los están juzgando. No está en la conciencia de la gente que se puede ir a presenciar los juicios. Y encima hay gente planteando indultos y amnistías. Son sectores poderosos”, arriesga Camilo. “Creo que nos vamos a dar cuenta en diez o quince años. Pero lo que está pasando es la base de una sociedad que empieza a construir democracia, ciudadanía. La dimensión de todo esto la va a dar el tiempo”, señala Carlos. Verónica concluye: “Confío en que el tribunal llegue a una condena justa que, para mí, sería cárcel perpetua para todos los imputados con prisión efectiva. Pero no lo pienso en términos de si creo o no en la Justicia. Es importante que el Estado, a través de sus instituciones, nos escuche y dicte una sentencia sobre eso. Es necesario que la Justicia se pronuncie sobre estos crímenes. Es lo único que puede marcar una diferencia y un orden en el marco de tanta perversión”.

http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-142578-2010-03-24.html

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